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SUBIR A BORDO

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SUBIR A BORDO
Enrique calcula que hay a bordo más de 200 personas, un pequeño ejército que se abalanzó fuera del cementerio armado solamente con su astucia.

Formados en su contra están las autoridades mexicanas de migración, conocidas como la migra, junto con policías corruptos, pandilleros y bandidos. En conjunto participan en un conflicto al que el cura de un refugio de inmigrantes llama “la guerra sin nombre”. Chiapas, según comenta, “es un cementerio sin cruces, donde muere la gente sin recibir siquiera una oración”.

Sin embargo, para Enrique esto no es nada frente al anhelo de ver a su madre, quien lo dejó hace 11 años. Si bien a menudo el esfuerzo por sobrevivir la arrebata de su mente, a veces Enrique piensa en ella con una melancolía inconsolable. Se acuerda de cuando ella lo llamaba a Honduras desde Estados Unidos, del tono de preocupación que tenía su voz, de cómo nunca colgaba el teléfono sin antes decirle: “Te quiero. Te extraño”.

Enrique lo piensa muy bien. ¿Sobre cuál vagón se irá? Esta vez tendrá más cuidado.

Los furgones son los más altos. Sus escalerillas no llegan hasta arriba. Es menos probable que los agentes de la migra suban hasta arriba, y podría él acostarse sobre el techo y pasar desapercibido. Desde allí, podría ver a los agentes aproximarse y si comenzaran a subir, podría saltar a otro vagón y correr.

Pero los furgones son peligrosos. No tienen muchos sitios sobre el techo por donde agarrarse.

Quizá sería mejor el interior de un furgón.

Pero la policía, los agentes de seguridad del ferrocarril o la migra podrían cerrar las puertas, dejándolo atrapado. Puede morir si se cierran las puertas por accidente. Los viajeros dicen que la temperatura dentro de los vagones sube a más de 100 grados F. y que la gente pide auxilio y se arrodilla para pedirle a Dios que detenga el tren. Algunos se asfixian y los que quedan se paran sobre los cadáveres para alcanzar los diminutos orificios de aire que hay arriba de las puertas.

Un buen lugar para esconderse podría ser debajo de los vagones, subido entre los ejes y trepado sobre un amortiguador de un pie de ancho. Pero Enrique podría no caber. Además, las ruedas de los trenes impulsan piedras al aire. Lo que sería peor, si sus brazos se cansaran o él se quedara dormido, caería directamente debajo de las ruedas.

Enrique se decide por el techo de una tolva. Se agarra de una rejilla que corre a lo largo del borde del techo. Desde su posición a 14 pies de altura, puede ver a cualquiera que se acerque por ambos lados de las vías, por adelante o desde otro vagón. Abajo, a cada extremo, las ruedas del vagón tolva están al descubierto: son de metal brillante, de 3 pies de diámetro y 5 pulgadas de espesor y giran rápidamente. Se mantiene lo más alejado posible de las mismas.

No lleva nada que pueda impedirle correr rápido. En el peor de los casos, y si hace muchísimo calor, ata un cordón de nylon a una botella plástica vacía y se la lleva amarrada a un brazo para llenarla con agua cuando pueda.

Algunos inmigrantes suben al tren con un cepillo de dientes metido en un bolsillo. Otros traen una Biblia pequeña con los números de teléfono de sus madres, padres o parientes en Estados Unidos escritos en los márgenes. A veces llevan un cortauñas, un rosario o un escapulario con un dibujo diminuto de San Cristóbal, el santo patrono de los viajeros, o de San Judas Tadeo, el santo patrono de las situaciones desesperadas.

El tren a menudo se sacude fuertemente de lado a lado. Enrique se agarra con ambas manos. A veces el tren acelera o desacelera, y con el vaivén los enganches chocan y sacuden a Enrique hacia atrás o adelante. Las ruedas hacen un estruendo. Los vagones a veces se inclinan en sentido contrario a los que quedan inmediatamente adelante y atrás en la fila. Por eso algunos migrantes le dicen “El Gusano de Hierro”.

Las vías en Chiapas son de hace 20 años. Algunos de los durmientes se hunden, especialmente durante la época de lluvia, cuando el terraplén se satura y se ablanda. El pasto crece sobre las vías y las hace resbaladizas.

En las curvas, parece como si los vagones se fueran a volcar. El tren en que va Enrique pasa unas cuantas veces a la semana, pero se descarrila un promedio de tres veces al mes, según el cálculo de Jorge Reinoso, jefe de operaciones de Ferrocarriles Chiapas-Mayab. Hace un año, un vagón tolva, parecido al de Enrique, se volcó con una carga de arena y enterró vivos a tres inmigrantes. Son raras las veces en que Enrique reconoce tener miedo, pero ahora teme que su vagón se pueda volcar. Algunos lo llaman “El Tren de la Muerte”.

A Enrique lo conmueve la magia del tren--su fuerza y poderío para llevarlo a su madre. Para él es “El Caballo de Hierro”.

El tren toma velocidad. Pasa sobre un río marrón que huele a aguas negras. Luego ven acercarse desde adelante a una figura oscura. “¡Rama!” Gritan los inmigrantes. Se agachan.

Enrique se agarra a la tolva. Para evitar las ramas, se balancea de lado a lado. Todos los viajeros se balancean al unísono, esquivando las mismas ramas, primero a la izquierda, luego a la derecha. Un momento de descuido puede dar lugar a que una rama los arroje al aire. Matilda de la Rosa, quien vive al lado de las vías, recuerda a un viajero que llegó a su puerta con el ojo colgando sobre la mejilla. Lo sostenía cerca de la cara en su mano derecha. “El tren me arrancó el ojo”, le explicó.

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