Advertisement

PARADA TEMIBLE

Share

PARADA TEMIBLE
Cada vez que el tren aminora la velocidad, Enrique está alerta por si aparece la migra.

Los migrantes se despiertan unos a otros, comienzan a descender de los vagones y están listos para saltar. Si el tren acelera de nuevo se vuelven a subir. Su movimiento hacia abajo y arriba de las escalerillas parece una danza extrañamente coreografiada.

Pero que desacelere el tren en Huixtla, con su estación roja y amarilla, sólo puede significar una cosa: Se acerca ya a La Arrocera, uno de los retenes de inmigración más temido de México.

Enrique se ha enfrentado antes al peligro que los espera en La Arrocera. Esta vez llega al calor del mediodía. La tensión crece. Algunos viajeros se paran sobre el techo del tren y se esfuerzan divisar adelante a los agentes de la migra. A medida que el tren frena, ellos saltan.

El tren se bandea. Enrique salta de vagón en vagón y aterriza finalmente en un furgón. El tren se detiene. Enrique yace plano, bocabajo y con los brazos tendidos, con la esperanza que la migra no note su presencia. Pero varios agentes lo ven.

“¡Bájate, puto!”

“¡No! ¡No voy a bajar!”

Las escalerillas no llegan hasta el techo. Quizá no suban a agarrarlo.

“¡Bájate!”

“¡No!”

Los agentes piden refuerzos. Uno de ellos comienza a subir.

Enrique se pone de pie y corre por el techo del tren, saltando por los espacios de 4 pies que hay entre los vagones. Tres agentes siguen por tierra su trayectoria. Le lanzan piedras y palos, como suele suceder, según señalan muchos migrantes. Las piedras resuenan contra el metal.

Enrique corre como puede, saltando más de 20 veces de un vagón a otro, y lucha por no caerse cada vez que salta de una tolva a una cisterna, la cual es más baja y tiene techo curvo. Ya se acerca a la cola del tren. Tendrá que hacer el rodeo de La Arrocera él solo. Puede ser suicida, pero no le queda más remedio. Más piedras chocan contra el tren. Enrique baja rápido por una escalerilla y se lanza a la carrera hacia los arbustos.

“¡Alto! ¡Alto! le gritan los agentes.

Mientras corre, Enrique escucha a sus espaldas lo que cree que son tiros. Los agentes de inmigración mexicanos tienen prohibido cargar armas de fuego, salvo en circunstancias extraordinarias. Sin embargo, la mayoría lleva pistolas calibre 38, según un agente jubilado. Miembros del personal de un refugio comentan casos de migrantes que fueron heridos de bala. Otros hablan de las torturas. Poco después Enrique conoce a un hombre que tiene el pecho cubierto de cicatrices de quemaduras de cigarrillo. El hombre le dijo que un agente de la migra en La Arrocera lo dejó marcado.

Pero una vez en los matorrales, Enrique se preocupa menos por los agentes que por “las madrinas” con machetes. El nombre dado a este grupo de hombres es un juego de palabras. Son civiles que tienen el propósito de auxiliar a las autoridades, como lo haría una madrina, y administran “madrizas”, que son palizas salvajes. Los activistas de derechos humanos y algunas agencias de la policía aseguran que las madrinas cometen algunas de las peores atrocidades--violaciones y torturas--y que las autoridades les permiten quedarse con una parte de lo que roban.

Enrique sigue su carrera. Se arrastra debajo de un alambrado de púas y luego de un alambrado doble. Este último está electrificado. Guillermina Gálvez López, quien vive en La Arrocera, oye los trenes de noche y poco después le llegan los alaridos de los migrantes que, habiéndose mojado en el pasto pantanoso, hacen contacto en plena carrera con el alambrado.

“¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme!” gimen. En el plazo de 10 meses, viajeros del tren han llevado 10 veces hasta su puerta a hombres y muchachos a quienes les faltan brazos, piernas o la cabeza. En 1999, Clemente Delporte Gómez, entonces guardia del Grupo Beta Sur, la organización del gobierno de derechos de los migrantes, vio cómo un joven salvadoreño dio un traspié en los durmientes del ferrocarril cerca de La Arrocera. Las ruedas del tren lo cortaron en dos a la altura del estómago. Delporte vio latir el corazón del salvadoreño tres veces y luego quedar inmóvil.

Enrique sabe que se ha metido en territorio de bandidos. Las autoridades dicen que por lo menos tres o quizá cinco bandas de ladrones, algunos con Uzis, algunos drogados, patrullan las tres millas de caminos de tierra por los que transitan los migrantes para rodear La Arrocera. Parecen operar con tal impunidad que Mario Campos Gutiérrez, supervisor del Grupo Beta, piensa que las autoridades colaboran con ellos.

Los migrantes esconden su dinero antes de tomar estos caminos. Algunos lo encierran en las costuras de sus pantalones. Otros ponen un poco en los zapatos, un poco en la camisa y una moneda o dos en la boca. Y hay quienes lo guardan en una bolsa de plástico escondido en sus cavidades. Algunos enrollan el dinero y lo ocultan en sus bastones. Otros ahuecan mangos, ponen sus pesos adentro y luego hacen como si estuvieran comiendo la fruta. Enrique se figura que no vale la pena tratar de ocultar lo poco que le queda de dinero.

La última vez que pudo escurrirse hasta el otro lado de La Arrocera, tuvo suerte porque fue cuidadoso. Fue con una banda de pandilleros. Esta vez anda solo. La suerte y sus propio ingenio son sus únicos aliados. Se concentra en el pensamiento que lo inspirará a correr más rápido: “No puedo perder el tren”.

Si no logra subirse a ese mismo tren, sabe que se convertirá en presa fácil al tener que esperar por días en los arbustos y los pastizales.

Enrique corre tan rápido que siente la sangre latiendo en las sienes. El pasto, que crece en tentáculos de tres pies de largo, se entrelaza en sus pies. Tropieza, se levanta y sigue corriendo. Pasa por una casa abandonada de ladrillo. Le falta la mitad del techo.

La casa es muy conocida. Hace poco tiempo que El Grupo Beta encontró adentro una cama de ladrillos cubierta con hojas de color esmeralda que parecía ser planta de ave del paraíso. Junto a la cama había dos pares de pantaletas sucias hechas bola en el piso de tierra. Aquí violan a las mujeres. Una joven de 16 años recientemente fue ultrajada una y otra vez durante tres días.

Muchas son violadas por pandillas, incluyendo el caso de una salvadoreña con cuatro meses de embarazo que ocurrió junto a las vías del tren un poco más hacia el sur. Fue violada a punta de pistola por 13 bandidos.

Según los resultados de un estudio en 1997 de la Universidad de Houston, casi una de cada seis muchachas migrantes detenidas por las autoridades en Texas dice haber sido agredida sexualmente durante su viaje.

Algunas muchachas que se dirigen al norte se cortan el cabello, se aplastan los senos con fajas y tratan de hacerse pasar por varones. Otras escriben sobre sus senos: “TENGO SIDA”.

Enrique no se detiene. Llega al puente del Cuil, en donde el tren pasa por un arroyo de agua turbia y oscura que mide 40 pies de orilla a orilla. Según los viajeros y los agentes del Grupo Beta, este es el lugar más peligroso. Hay bandidos que se trepan con colchones a los árboles, almuerzan y esperan su presa. Cuando los migrantes cruzan el puente, los bandidos caen de las ramas y los rodean. Otros ladrones se esconden junto a las vías, arriba y debajo del puente, en donde la vegetación es muy tupida. Para tender la trampa, uno de ellos pesca en el río o corta pasto con un machete, como si fuera trabajador de campo, y da un silbido de aviso cuando llegue el momento.

Hacía apenas un mes que los bandidos habían emboscado a cinco salvadoreños que cruzaban el puente a las 4 a.m. Los salvadoreños trataron de huir. Los bandidos le dispararon a uno en la espalda. Asesinaron cuatro meses después a tres salvadoreños y un mexicano, todos de alrededor de 20 años de edad. A los salvadoreños les ataron las manos a la espalda y les dispararon en la cabeza. El mexicano fue acuchillado. Los dejaron con la pura ropa interior.

Enrique se precipita por el puente y sigue corriendo. Las montañas están a su derecha. El suelo es tan húmedo que los agricultores cultivan arroz entre las hileras de maíz. Enrique siente el calor y la humedad que se desprenden de la tierra arcillosa. Lo agota pero sigue corriendo.

Finalmente se detiene, doblado en dos y jadeante.

No sabe cómo ni por qué, pero ha sobrevivido La Arrocera. Quizá fue su cautela, quizá fue su decisión de correr, quizá fue su intento de esconderse en el techo del furgón, lo cual retrasó su bajada del tren y llevó a los bandidos a enfocarse en los otros migrantes que lo precedieron. Siente una sed desesperante. Ve una casa.

Lo más seguro es que no le den agua los lugareños. En Chiapas están hartos de los emigrantes de América Central, asegura Hugo Angeles Cruz, profesor y experto en migración del Colegio de la Frontera Sur en Tapachula. Son más pobres que los mexicanos y los ven como atrasados e ignorantes.

La gente cree que los inmigrantes de Centroamérica traen enfermedades, prostitución y crimen y que les quiten empleos a los mexicanos. Algunos no son dignos de confianza. La habitantes de Chiapas temer ser asaltados por migrantes armados con armas de fuego y cuchillos. Cuentan de una anciana que acogió a un migrante en su hogar y fue muerta a golpes con un tubo de hierro.

A los muchachos como Enrique les dicen “indocumentados apestosos”. Los insultan y se burlan de ellos. Les echan encima los perros. Niños descalzos les arrojan piedras. Algunos usan hondas. “Vayan a trabajar”. “¡Váyanse! ¡Váyanse!”

Obtener agua potable puede ser una tarea imposible. Los viajeros filtran con la camiseta el agua sucia de las cunetas. Conseguir comida puede ser igualmente difícil. Enrique lleva la cuenta: Le niegan comida en siete casas de cada 10.

“No”, le dicen. “Hoy no cocinamos. No tenemos tortillas. Trate en otra parte”.

“No, muchacho, aquí no tenemos nada”.

A veces es todavía peor. La gente denuncia a los migrantes.

Enrique ve a otro viajero que ha logrado rodear La Arrocera. También está desesperado por agua, pero no se anima a pedirla. Teme caer en una trampa. Para los migrantes, mendigar en Chiapas es como meterse a la boca del lobo.

“Yo voy”, dice Enrique. “Si agarran a alguien, será a mí”.

Se acerca a una casa y, con la cabeza levemente inclinada, habla en voz baja. “Tengo hambre. ¿Tiene un taco que le sobre? ¿Un poco de agua?” La mujer desde adentro ve las heridas de Enrique, producto de la paliza que recibió en el techo del tren la última vez que intentó ir a El Norte. “¿Qué pasó?” le pregunta. Le da agua, pan y frijoles.

El compañero se acerca y la mujer también le da comida.

Se escucha el silbido del tren. Enrique corre hacia las vías. Los demás migrantes que han sobrevivido La Arrocera salen de los arbustos. Corren junto al tren y se agarran de las escalerillas de los vagones de carga. Enrique sube a una tolva. El tren toma velocidad.

Por lo pronto logra calmarse.

[ Inicio de la Página ]PROXIMO: DESVELO
Advertisement