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Derrotado Siete Veces, el Chico Se Enfrenta de Nuevo a ‘la Bestia’.

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Por SONIA NAZARIO, Redactora del Los Angeles Times
Fotografías del Times tomadas por DON BARTLETTI

nrique vadea un río. El agua le llega hasta el pecho. Tiene 5 pies de estatura, hombros encorvados y no sabe nadar. Su gorra anuncia con falsa valentía: “No Fear” (Sin Miedo).

El río que está cruzando, el Suchiate, marca la frontera. Atrás queda Guatemala. Adelante está México, con el estado de Chiapas en el extremo sur. “Ahora nos enfrentamos a la bestia,” afirman los inmigrantes cuando entran a Chiapas. A golpes, Enrique, a sus 17 años, ha aprendido mucho sobre “la bestia.” En Chiapas debe cuidarse de que no lo asalten los bandidos, que no le robe la policía, y que no le mate las pandillas. Pero él correrá esos riesgos porque quiere encontrar a su madre.

Ella lo dejó en Honduras cuando su hijo tenía cinco años para unirse a cientos de miles de mujeres de América Central y México que buscan trabajo en Estados Unidos. Unos 48,000 jovencitos viajan solos a Estados Unidos cada año, muchos de ellos en busca de sus madres.

Esta es la octava vez que Enrique hace el intento de llegar a El Norte. Pero primero--siempre--está la bestia. Enrique ha descubierto varias cosas importantes acerca de Chiapas.

En Chiapas no se debe tomar autobuses, ya que estos pasan por nueve retenes de inmigración. Los trenes cargueros también pasan por puestos de control, pero Enrique puede saltar del tren cuando la locomotora desacelere y, si se apura, quizá pueda rodear el retén y escabullirse de nuevo al tren del otro lado.

En Chiapas nunca se viaja solo. En Chiapas no se puede confiar en las autoridades, y hasta hay que cuidarse de los del lugar, ya que a muchos les caen mal los migrantes.

Una vez a salvo del otro lado del Río Suchiate, Enrique se prepara para pasar la noche en un cementerio cerca de la estación de Tapachula y se acuesta sobre la gorra de “Sin Miedo” para que no se la roben. Muy cerca se oye el rugido de la locomotora Diesel y un chiflido estridente cada vez que sale un tren.

El cementerio es una frecuente parada de descanso para los migrantes. En un día cualquiera el camposanto al amanecer se ve tan solitario como un cementerio rural, con cruces y criptas pintadas de lila, violeta y verde vivo. Pero apenas se oye el ruido de un tren que se va, el cementerio de repente parece cobrar vida. Decenas de personas, niños entre ellos, salen de los arbustos, de atrás de las ceibas y de entre las tumbas.

Corren por senderos entre las sepulturas, y se precipitan cuesta abajo. Un canal de aguas negras de 20 pies de ancho los separa de las vías. Cruzan el nauseabundo arroyo negro saltando siete piedras, de una a la otra. Se reúnen al otro lado, sacudiéndose el agua de los pies. Ahora están a unos pasos de las vías.

En este 26 de marzo del 2000, Enrique se encuentra entre ellos. Se echa a correr al lado de los vagones de carga rodantes, y se concentra en no perder el equilibrio. El terraplén desciende a 45 grados a ambos lados de las vías y está cubierto de rocas del tamaño de su puño. No puede mantener a la vez el equilibrio y la velocidad , así es que trata de pisar sólo sobre los durmientes con sus tenis deshilachados. Los durmientes están muy cerca uno del otro y embebidos con creosota, que los hace resbaladizos.

La locomotora acelera al llegar a este punto. Los trenes a veces alcanzan las 25 millas por hora. Enrique sabe que debe subirse al vagón antes de que el tren llegue al puente que queda justo después del cementerio. Sabe por experiencia que debe subirse con tiempo, antes de que el tren tome velocidad.

La mayoría de los vagones de carga tienen dos escalerillas a cada lado, junto a las ruedas. Enrique siempre elige la escalerilla del frente. Si no logra agarrarla y sus pies tocan las vías, todavía tiene un instante para sacarlos del paso de las ruedas traseras.

Pero si corre muy despacio, la escalerilla lo jalará hacia adelante y lo tumbará. Las ruedas de adelante, y si no las de atrás, podrían cortarle un brazo, una pierna o quizá matarlo.

“Se lo comió el tren”, dirán otros migrantes.

El travesaño más bajo de la escalerilla queda a la altura de la cintura. Cuando el tren se ladea, queda más alto. Si se ladea en una curva, las ruedas despiden chispas ardientes que queman su piel.

También ya ha aprendido que si piensa mucho en todo esto terminará por rezagarse y el tren lo dejará.

Esta vez trota al lado de un vagón tolva gris. Se aferra a una de las escalerillas, saca fuerzas de la nada y se sube. Un pie encuentra el travesaño de abajo. Luego el otro.

Está a bordo.

Enrique mira hacia el frente del tren. Hombres y niños se cuelgan a ambos lados de los vagones pipa y buscan un espacio para sentarse o pararse. Algunos de los niños no pudieron apoyar los pies en las escalerillas y subieron travesaño a travesaño sobre sus rodillas, que les han quedado amoratadas y ensangrentadas.

Enrique de pronto escucha gritos.

A tres vagones de distancia, un chico de 12 ó 13 años pudo agarrar el travesaño más bajo de una escalerilla, pero no puede subirse. La fuerte corriente de aire que se forma debajo del tren le succiona las piernas. Lo jala cada vez más fuerte y acerca sus pies a las ruedas.

“¡No te sueltes!” grita un hombre. El y otros se arrastran por el techo del tren hasta un vagón cercano. Vuelven a gritarle.

El muchacho cuelga indefenso de la escalerilla. Lucha para no soltarse.

Los hombres bajan con gran cautela y se acercan hasta alcanzarlo. Lo alzan lentamente. Sus piernas son azotadas contra los travesaños pero está vivo. Aún tiene sus pies.

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