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LA CONFUSION

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LA CONFUSION
Enrique está perplejo. ¿Quién se ocupará de él ahora que su madre no está? Por dos años lo confían a su padre, Luis, que ya llevaba tres años separado de Lourdes.

Enrique se aferra a su padre, que lo mima. Es albañil, y se lleva a su hijo al trabajo donde lo deja mezclar la argamasa. Viven con la abuela de Enrique. Su padre comparte con él su cama y le trae manzanas y ropa. Enrique extraña menos a su madre cada mes, pero no la olvida.

“¿Cuándo viene por mí?”, pregunta.

Lourdes cruza la frontera estadounidense en una de las mayores oleadas de inmigrantes de toda la historia de este país. Entra por un alcantarillado de Tijuana infestado de ratas, y se abre camino hasta Los Angeles. Consigue trabajo en el hogar de una pareja de Beverly Hills, cuidándoles la hija de tres años. Todas las mañanas, cuando salen a trabajar, la niña llora por su mamá. Lourdes le da el desayuno y piensa en Enrique y Belky. “Le doy de comer a esta niña”, dice para sí, “en lugar de alimentar a los míos propios”. Después de siete meses, ya no puede soportarlo. Renuncia y se muda al apartamento de una amiga en Long Beach.

A Tegucigalpa llegan cajas de ropa, zapatos, carritos de juguete, un muñeco Robocop, un televisor. Lourdes escribe: ¿Les gustan las cosas que les mando? Le dice a Enrique que se porte bien, que estudie mucho. Tiene esperanzas para él: graduación de la secundaria, trabajo de oficina, quizá de ingeniero. Le dice que lo quiere.

Pronto volverá, asevera la abuela.

Pero no vuelve. Su desaparición es incomprensible. El desconcierto de Enrique se torna en confusión y de ahí en cólera de adolescente.

Cuando Enrique tiene siete años, su padre trae a casa a una mujer. Enrique representa para ella una carga económica. Una mañana lo escalda con un chocolate que se le derrama. El padre la echa, pero la separación no dura. El padre de Enrique se baña, se viste, se pone agua de colonia y se va con ella. Enrique lo sigue y le ruega que no lo deje. Pero su padre le ordena que regrese a casa de su abuela.

El padre forma una nueva familia. Enrique lo ve en raras ocasiones, casi siempre por casualidad. “No me quiere”, le dice a Belky. “No tengo papá”.

Para Belky, la desaparición de la madre es igual de dolorosa. Vive con Rosa Amalia, su tía de parte de madre. En el Día de las Madres, Belky sufre los festejos en la escuela. Solloza en silencio esa noche, sola en su habitación. Luego se regaña. Debería agradecer que su madre haya partido; sin el dinero que envía para libros y uniformes, Belky no podría siquiera asistir a la escuela. Se desahoga con una amiga cuya madre también se ha marchado. Las niñas se consuelan. Conocen a otra niña cuya madre ha muerto de un paro cardíaco. Al menos, dicen, las nuestras siguen vivas.

No obstante, a Rosa Amalia le parece que la separación ha provocado profundos trastornos afectivos. A su juicio, Belky lucha contra una pregunta inevitable: ¿Qué puedo valer yo, si mi madre se ha marchado?

Desconcertado, Enrique recurre a su abuela. Al encontrarse solo de nuevo, decide compartir con la anciana madre de su padre una choza de 30 pies cuadrados que María Marcos misma construyó con tablas de madera. La luz del día se cuela por las rendijas. Tiene cuatro piezas, de los cuales tres carecen de electricidad. No hay servicio de agua. La lluvia que cae en el techo de zinc corre por canalones que desembocan en dos barriles. Frente al portón de la calle corre un hilo turbio y blancuzco de aguas negras. La abuela de Enrique friega ropa usada sobre una piedra bien gastada y luego vende las prendas de casa en casa. Al lado de la piedra está la letrina, un hueco de hormigón, y junto a ella hay un par de baldes para bañarse.

La choza está en Carrizal, uno de los barrios más pobres de Tegucigalpa. Enrique mira a veces por encima de las onduladas colinas hacia el vecindario donde había vivido con su madre y donde aún vive Belky con la familia materna. Seis millas los separan. Casi nunca se ven.

Lourdes le envía a Enrique $50 al mes, a veces $100, a veces nada. Basta para comprar alimento, mas no para cuotas, uniformes escolares, libros y lápices, que resultan caros en Honduras. Nunca alcanza para regalos. La abuela María lo abraza deseándole alegremente un feliz cumpleaños.

“Tu mamá no puede enviar suficiente”, le señala, “así que tenemos que trabajar los dos”.

Después de las clases, Enrique vende tamales y bolsitas de jugos de frutas, pregonando con un cubo colgado del brazo: “¡Tamarindo! ¡Piña!”

Al cumplir los 10 años de edad, empieza a ir solo en autobús hasta un mercado al aire libre. Llena bolsitas de nuez moscada, curry y páprika, y los sella con cera derretida. Se detiene brevemente ante los portones negros del mercado y pregona, “¿Va a querer especias?” Como no tiene licencia de vendedor ambulante, debe de andar con cuidado, entrando y saliendo sin detenerse entre las carretillas repletas de papayas.

La abuela María cocina plátanos, fideos y huevos. De vez en cuando, mata un pollo y se lo prepara a su nieto. A cambio, cuando ella se enferma Enrique le frota la espalda con medicina y le lleva agua a la cama.

Al llegar todos los años al Día de las Madres, le pone en la mano una tarjeta en forma de corazón que le ha hecho en el colegio. En ella escribe: “Te quiero mucho, abuelita”.

Pero ella no es su madre. Enrique anhela oír la voz de Lourdes. La única manera de hablarle es en casa de una prima, María Edelmira Sánchez Mejía, uno de los pocos parientes que tienen teléfono. La mamá casi nunca llama. Pasa todo un año sin llamada suya.

“Niña ¡creía que te habías muerto!” le dice María Edelmira.

Lourdes le responde que más vale enviar dinero que malgastarlo en llamadas por teléfono. Pero hay otra razón por la que no ha llamado. Se le unió en Long Beach un novio de Honduras; ella quedó embarazada sin querer y a él luego lo deportaron. Lourdes está viviendo en un garage con Diana, su niña de dos años. A veces tiene que recurrir a la beneficencia pública. Pero también tiene los meses buenos en que puede ganar de $1,000 a $1,200 limpiando oficinas y casas. Las rodillas le sangran de fregar los pisos, pero logra conseguir otros trabajos más, como el de la fábrica de caramelos a $2.25 por hora. Aparte del dinero que le manda a Enrique, envía todos los meses a su mamá y Belky $50 para cada una.

El dinero no compensa por su ausencia. Belky, que ya tiene nueve años, está alteradísima por lo de la nueva hermanita. Teme que su madre pierda el interés en ella y Enrique. Además, con una niña que atender, le será más difícil a su mamá enviarles dinero y ahorrar para mandarlos traer.

Para Enrique, cada llamada se hace más tensa. Como vive al otro lado de la ciudad, no tiene siempre la suerte de encontrarse en casa de María Edelmira cuando llama su mamá. Las veces que sí se encuentra, sus conversaciones resultan tirantes y llenas de ansiedad.

Sin embargo, es en una de estas conversaciones que se pone la semillita de una idea. Sin saberlo, es Lourdes misma quien la ha sembrado.

“¿Cuándo vuelves?”, le pregunta Enrique.

Ella evita responder. Más bien promete mandar a buscarlo muy pronto.

Nunca se le había ocurrido al muchacho: si ella no viene, quizá pueda ir él a reunirse con ella. Aunque ni él ni su madre se dan cuenta, la idea germina y se arraiga. En adelante, cada vez que habla con ella, Enrique termina diciéndole: “Quiero estar contigo”.

La propia madre de Lourdes le ruega por teléfono: “Vuelve a casa”.

El orgullo se lo impide. ¿Cómo puede justificar haber dejado a sus hijos si regresa con las manos vacías? A cuatro cuadras de la casa de su madre hay una casa blanca con molduras de color morado. Abarca media manzana tras sus portones de hierro negro. Es de una mujer cuyos hijos partieron a Washington, D.C., y le enviaron el dinero para construirla. Lourdes no puede comprar semejante casa para su madre, ni mucho menos para sí misma.

Pero tiene un plan. Conseguirá el permiso de residencia y traerá a sus hijos a Estados Unidos por vía legal. Tres veces contrata a consejeros de inmigración que prometen ayudarla. Les paga un total de $3,850. Una señora de Long Beach a quien le limpia la casa accede a patrocinarla para que obtenga su residencia. Pero los consejeros no cumplen lo prometido.

“Vuelvo para esta Navidad”, le dice a Enrique.

Llegan las Navidades, y el niño espera junto a la puerta. La mamá no llega. Todos los años promete lo mismo. Todos los años queda decepcionado. La confusión por fin se torna en ira. “La necesito. Me hace falta”, le explica a su hermana. “Yo quiero estar con mi mamá. Hay tantos niños con mamás. Eso quiero yo”.

Un día le pregunta a su abuela: “¿Como llegó mi mamá a Estados Unidos?”

Años después, Enrique recordará su respuesta, otra semilla: “Tal vez”, dice María, “se fue en los trenes”.

“Y los trenes, ¿cómo son?”

“Son muy, pero muy peligrosos”, responde la abuela. “Muchos mueren en los trenes”.

Cuando Enrique tiene 12 años, Lourdes vuelve a decirle que regresará.

“Sí”, contesta el niño. “Va pues”.

Enrique presiente la verdad. Muy pocas madres regresan. Se lo dice. No cree que ella regrese jamás. Muy por dentro se dice a si mismo: “Es una gran mentira”.

Lourdes considera contratar a alguien que le traiga a sus hijos clandestinamente, pero la asustan los peligros. Los coyotes, que así los llaman, son con frecuencia alcohólicos o drogadictos. A veces abandonan a los niños a su cargo. “¿Es tanto lo que quiero que estén aquí conmigo que estoy dispuesta a poner sus vidas en peligro?”, se pregunta. Además, no desea que Enrique vaya a California. Hay demasiadas pandillas, drogas y crimen.

En todo caso, aún no ha ahorrado lo suficiente. El coyote más barato, dicen los que abogan por los inmigrantes, cobra $3,000 por niño. Las mujeres piden $6,000. Un coyote de primera trae a un niño en un vuelo comercial por $10,000.

Enrique se desespera. Va a tener que arreglárselas solo. Irá en su busca. Viajará de colado en los trenes.

“Quiero ir”, le dice.

Ni de broma, le contesta la madre. Es demasiado peligroso. Ten paciencia.

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