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Aislada por su apariencia, añoraba encontrar su lugar en el mundo

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Redactor del Los Angeles Times

El médico no perdió tiempo en empezar.

Tomó el rostro de Ana con sus”. manos y dirigió el lado izquierdo hacia la luz. Apretó y presionó los dobleces de piel en su barbilla, la mejilla y su frente. Separó los párpados para mirar su ojo.

“¿Ves algo?”

“Sí”.

Le pidió que siguiera con la mirada un dedo del médico, de izquierda a derecha.

“¿Un poco borroso?”

“Sí”.

El no acostumbraba trabajar tan rápido, pero se había desorientado con esta paciente nueva. Ella era la última cita al final de un día muy ocupado y él no había leído bien el archivo. Pensó que ella había acudido a su consultorio para hablar sobre un estiramiento facial.

Dio un paso hacia atrás para poner en orden sus pensamientos. Tenía frente a él un caso del que tal vez podía escuchar en la escuela de medicina o en una conversación con sus colegas, pero que nunca hubiera esperado ver por sí mismo. Las consultas rutinarias del día se desvanecieron, los aumentos de busto, los estiramientos faciales y la abdominoplastia. Empezó a preguntarse cómo trataría su condición y las posibilidades de lo que podría lograr. Trató de mantener controlada su emoción.

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“Creo que le podríamos ayudar”, comentó. “Pero me gustaría conversar con los otros médicos del equipo”.

El quería primero tomarle algunas fotos y salió de la sala para ir por la cámara.

Ana fijó su mirada hacia adelante. A sus 24 años, ya había visto cantidad de médicos y había escuchado su optimismo y su preocupación. No quería esperanzarse.

Pero este doctor -- él dijo que su nombre era Munish Batra -- no era lo que ella se esperaba. Era joven, guapo y alentador.

Tal vez las cosas saldrían distintas esta vez.

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Ella tenía las finas facciones de su abuela y el cabello de su madre. En los corazones de sus padres, Ana Rodarte era la bebé más hermosa. Era fácil para Ismael y Margarita pasar por alto lo que en sus principios parecía ser una simple marca de nacimiento.

Nació ochomesina y pesó poco más de cinco libras. Parecía suficientemente diminuta para caber en una caja de zapatos, pensó Ismael. Una vez que la llevaron a casa del hospital en Tijuana, todos sus tías, tíos y primos querían sumarse a su cuidado.

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Creció rápidamente y Margarita capturó cada momento significativo con una cámara Polaroid antigua. En el borde de cada foto, escribió cuidadosamente la edad de Ana.

“Tenía 2 meses”.

“Tenía 4 meses”.

Ella era su Princesa. En la playa en Ensenada. En la cama con sus ositos de peluche rosado y café. En su bautizo en California. En su primer cumpleaños con su primera piñata.

Ellos ponían crema de manzanilla en la pequeña marca roja de su mejilla. Les recordaba a una picadura de abeja. Estaban dispuestos a escuchar a cualquiera que tuviera una opinión sobre lo que debían hacer. Fueron muchos los que opinaron, pero de nada sirvió.

Cuando Ana empezó a caminar, compraron una cámara de fotos con el flash en la parte superior. La llevaban dondequiera. A la zapatería en el día de venta de dos por uno. A casa de los vecinos donde ella jugaba en un triciclo. Al parque al cruzar la calle donde se sentó en el columpio por primera vez.

Margarita puso las fotos en un álbum. A Ana le gustaba verlas. En una competencia de bailes folclóricos, su tía tomó una foto de ella bailando en el escenario con su primo, agarrando su falda roja de volantes. Ella tenía una sonrisa que a duras penas contenía su felicidad.

A la vez que la marquita roja se iba desplazando por su mejilla y se esparcía, se iban distorsionando sus facciones. Sus padres le decían que no debía preocuparse ni fastidiarse por las miradas ajenas. Ellos sintieron que crecía todavía más su amor aun cuando se sintieron más marginados por tener que sobrellevar un problema que nadie parecía entender.

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Es la sangre de mi sangre, pensó Ismael. Cuando Margarita lloraba, se aseguraba de que Ana no viera sus lágrimas.

Pero Ana sabía que algo no estaba bien. A temprana edad, “en algún lugar entre los creyones y la goma de pegar, los columpios y los cartones de leche”, según recordó más tarde, se dio cuenta de que era diferente a los demás niños.

Cuando le preguntaba a su madre el por qué, Margarita le decía que Dios la había hecho de esa manera.

“Entonces”, preguntaba, “¿por qué Dios ha sido tan malo?”

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El rostro es nuestra tarjeta de presentación al mundo.

Las facciones que heredamos de nuestros padres tienen una elocuencia: la simetría de los ojos enmarcados por las cejas y los pómulos; la elevación de la nariz, la curva sensual de la boca, la suave separación de los labios.

El rostro transmite información esencial – sexo, edad y etnicidad – y más delicadamente expresa un amplio espectro de ánimos y emociones; la curiosidad, el amor, el aburrimiento, la impaciencia, la indiferencia, el enojo. También evoca reacciones de los demás que dan forma a nuestras vidas. Todos los días percibimos rostros y hacemos conjeturas sobre la identidad y el carácter sin ninguna otra base que no sea la apariencia.

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Resulta difícil decir cuáles fueron mis conjeturas cuando vi a Ana por primera vez. La persona encargada de relaciones públicas del Hospital Scripps Memorial en La Jolla me había dicho que el hospital y un médico local estaban a punto de tratar a una jovencita con tumores faciales similares a los del Hombre Elefante.

El plan quirúrgico era ambicioso y, ya que ella y su familia no podían correr con los gastos, el hospital y los doctores donarían sus servicios. ¿Me interesaría?

Ciertamente que sí estaba intrigado. Yo sabía sobre Joseph Merrick y recuerdo vivamente la película en 1980 acerca de su vida, “El Hombre Elefante” de David Lynch.

Hice arreglos para conocer a Ana en Scripps unos días antes del Día de Navidad de 2005. Ella había ido para que le tomaran imágenes de Tomografía Computarizada y de Resonancia Magnética. Aguardaba en una recámara privada, lejos de la curiosidad de los demás pacientes.

Nos sentamos uno frente al otro y conversamos sobre trivialidades. A principios noté todo menos su rostro: los pantalones vaqueros acampanados, la sudadera gris oscuro y suelta que cubría una camiseta de Rock de los años ‘80, la bolsa de mano rosada de Hello Kitty.

Su cabello oscuro y rizado era abundante y estaba amarrado hacia atrás. Sus orejas estaban adornadas con pequeños aretes de plata. Era recatada y se volteaba para apartarse cuando me hablaba. Tuve la impresión de que ella quería que todo esto desapareciera, el hospital al igual que el reportero. Aún así, su timidez fue un reto para mí. Quería mirarla de frente pero no lo hice. No quería hacerla sentirse incómoda, pero al mismo tiempo quería ver la evidencia de la maldad de Dios.

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La presencia de ella me daba tanto pena como curiosidad. Al conversar acerca de la complejidad de las cirugías que le esperaban, le pregunté qué era lo que más le asustaba.

“Las agujas”, me dijo sin vacilar.

Me sacudió su vulnerabilidad. Me sentí avergonzado. Me di cuenta de que había perdido la perspectiva de ella como persona y sólo veía su afección. Esto hizo que me preguntara si acaso yo era diferente a los voceadores de carnaval y los médicos que habían explotado a Merrick.

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Ana y yo empezamos a comunicarnos por correos electrónicos y yo iba de vez en cuando al Condado de Riverside a reunirme con sus padres, para asistir a una fiesta y a una quinceañera, y para ver cómo sería para ella un fin de semana de verano.

No demoré en descubrir a una jovencita complicada que no era muy diferente a cualquiera de su edad.

“Vivo mi vida igual que la gente normal”, escribió, “no es que tenga una razón para no hacerlo, ¿sabes de lo que hablo?”

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Me di cuenta de que le gustan las películas, las fiestas familiares y hacer compras de artículos en oferta. Comparte con sus amigos, le encanta comunicarse por correo electrónico y por mensajes instantáneos y a menudo contesta su teléfono celular a la primera timbrada. Ella tiene una colección de 250 grabaciones en DVD, en su mayoría de películas de terror.

Dijo ser tímida. Pero he llegado a creer que su comportamiento recatado es su manera de tener cierto control del mundo que la rodea.

“tú no vas a ver mi lado sensible. . . . casi nunca dejo que nadie lo vea”, expuso en uno de sus correos electrónicos. “¿por qué dejar que la gente se aproveche de eso?”

Aún así percibí que tenía tristeza por los aspectos de la vida que la evadirían.

“No quiero tener hijos, no. El riesgo de que nazcan con la misma condición es muy grande. . . . No me gustaría que ellos pasen por lo que yo he pasado, además no puedo trabajar, nadie me contrata, así que ya renuncié a eso, y no planeo casarme tampoco, no creo en eso”.

Por su puesto que hacía como si no le importara. “No todos los sueños se vuelven realidad”, escribió una vez, con tono más bien de resignación que de amargura.

Con el transcurso del tiempo, llegué a interpretar sus razonamientos como indicio de su vulnerabilidad frente a la verdad: No se casaría nunca, nunca contemplaría a su propio hijo ni dejaría nunca de depender de los demás para su sustento. Y todo ello se debería a su rostro. Me pregunté si tal vez llegaría el día en que me mostraría lo equivocado que estaba.

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Neurofibromatosis.

Ana escuchó esta palabra extraña y sin gracia por primera vez cuando era una niña. Un médico la había mencionado en una de sus primeras visitas al hospital.

Al igual que la mayoría de las enfermedades genéticas, neurofibromatosis presenta un reto a la fe que depositamos en el proceso de la concepción, en el riesgo que aceptamos correr al tratar de crear una vida. Aparece tan pronto como los dos grupos de cromosomas empiezan a emparejarse, los de él con los de ella, óvulo y esperma, 23 pares y 46 cromosomas, y tiene tres manifestaciones distintivas, cada una caracterizada por el crecimiento de tumores en el tejido alrededor de los nervios.

El tipo que tiene Ana es conocido como NF1, o la enfermedad de Von Recklinghausen, por el hombre que lo estudió hace más de un siglo. Tiene que ver con un gen en el largo brazo del cromosoma 17 que produce una proteína llamada “neurofibromina”.

Una mutación del gen puede tener como consecuencia bien sea una insuficiencia o la falta total de producción de la neurofibromina y el estropeamiento de la proliferación celular, la cual consiste de una danza bioquímica compleja entre la proteína RAS, que funciona como agente activador, y la neurofibomina, que es el mecanismo supresor.

Es un defecto común que ocurre en 1 de cada 3,000 personas. Sus síntomas pueden ser benignos como las marcas de nacimiento o pequeñas protuberancias debajo de la piel y tan severos como tumores como los de Ana, los cuales pueden en algunos casos convertirse en cancerosos. (A pesar de que se parezca tanto a la condición de Merrick, los investigadores creen ahora que él tenía una enfermedad diferente, el síndrome de Proteo).

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La mitad de los casos de la NF1 resultan de las mutaciones que ocurren durante la concepción y la otra mitad son heredados de uno de los padres, hecho que rompió el corazón de Ismael Rodarte aun cuando lo acercaba más a su niñita.

Es la sangre de mi sangre.

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El tenía 16 años cuando lo operaron en Mexicali para extraerle protuberancias parecidas a verrugas grandes de su zona lumbar por creer que podrían ser cancerosas. Cinco años más tarde, tuvo una operación similar en Ciudad México y en 1977 una tercera intervención en San Diego.

A pesar de que los doctores mencionaron neurofibromatosis, nadie le habló sobre los riesgos genéticos y cuando conoció a Margarita él pensó que ya había pasado lo peor.

Ellos trabajaban en una fábrica en Tecate, México. El tenía 31 años de edad y ella 23. Ellos eran una pareja algo atrevida. Algunos parientes afirman que se fugaron. Ellos indican que se trató de una simple ceremonia civil. La hermana de Ismael les dio dinero para una recámara de hotel y muy pronto Margarita quedó embarazada.

A principios concordaron en que querían una familia numerosa, con al menos cuatro hijos. Pero después del nacimiento de Ana empezaron a cambiar de parecer. En el hospital de Tijuana no podían hacer nada para bajar la hinchazón del lado izquierdo del rostro de la pequeña.

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Ellos querían que la atendieran médicos estadounidenses. Querían para ella una vida mejor. Su casa era del tamaño de un trailer pequeño, con piso de tierra y cucarachas. Hicieron los arreglos para que Ana fuera a vivir en Estados Unidos con Teresa, hermana de Margarita, y su familia. Iban cada dos semanas a visitarla. Primero pasó un año y luego otro. Cuando la fábrica en la que trabajaban fue reubicada, decidieron mudarse al norte. El 16 de enero de 1983, con $10 entre los dos, Ismael y Margarita cruzaron la frontera para siempre.

Primero se mudaron a casa de Teresa. Su nuevo hogar en el Condado de Riverside se encontraba en medio de una gran zona de repartos residenciales, viejas granjas, parques para trailers y plazas comerciales con las montañas sin árboles de fondo y los picos de las San Jacinto a la distancia. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para desaparecer.

Margarita encontró trabajo en una empresa distribuidora de papas. Ismael tomó un trabajo cargando furgones ferroviarios y, al pasar la temporada para eso, recogía cebollas. Muchas veces se escondió de la migra. Ella no tuvo tanto problema. Una vez, lo atraparon y lo enviaron de regreso a México; a la quincena ya había vuelto.

Para esa época, ya la ceja, la mejilla y el labio de Ana habían comenzado a colgar y le era difícil mantener abierto el ojo izquierdo. Ella tenía 4 años y medio. Algo tenían que hacer.

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La familia había escuchado acerca del Centro Médico de la Universidad de Loma Linda. Ismael había visto en la televisión cómo sus doctores pudieron reemplazar el corazón enfermo de una niñita con el de un babuino. Si ellos podían hacer eso, de seguro que podían ayudar a Ana.

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El viaje hacia el hospital, ubicado entre Riverside y San Bernardino a casi 45 minutos de su casa, puso nerviosos a Ismael y Margarita. Sabían que, de quedar detenidos serían deportados. Pero una vez que vieron el complejo de torres blancas, se sintieron seguros. Había colgado en el vestíbulo un gran retrato de Cristo.

Quedaron atolondrados por el bullicio que los rodeaba, con el ir y venir de residentes en mandiles blancos cortos, de los médicos en mandiles blancos largos y el olor de alcohol. Escucharon los términos extraños usados para describir la enfermedad de Ana; hemangioma, linfangioma y eventualmente, neurofibromatosis.

Con el nuevo equipo de procesamiento de imágenes del hospital, los médicos pudieron observar la forma y la masa de tumores que habían infiltrado en el lado izquierdo de su rostro, en la órbita de su ojo y en la región del cráneo conocida como fosa pterigopalatina, por la que pasa un manojo de nervios y arterias.

NF1 puede afectar cualquier nervio del cuerpo, pero en el caso de Ana se puso de manifiesto en uno de los 12 nervios craneales, tratándose de la segunda de las tres ramas del nervio trigémino, el cual aporta sensación a la cara, el labio superior, los dientes superiores y las encías.

Estos nervios se ven como hilitos blancos que se ramifican a través de los músculos y llegan a las capas de la piel. Si se diseccionara a uno de estos hilos, parecería un cable eléctrico, cuyo revestimiento exterior viene siendo la vaina de mielina que encierra las neuronas.

En el caso de Ana, las células de esta vaina se proliferaban sin control debido a que el mecanismo supresor, la neurofibromina, no funcionaba debidamente. Con el paso de los años, estas células pasaron a convertirse en una red de tumores difusos.

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Ana fue sometida en Loma Linda a una serie de intervenciones quirúrgicas. La mayoría de los gastos fueron cubiertos por las aseguranzas de salud que tenían los Rodarte en sus trabajos; un programa médico estatal de ayuda a los niños sufragó el resto. La primera operación se llevó a cabo en 1985 cuando Ana tenía cinco años. La meta era levantar la piel colgante de su rostro y aliviar la compresión del tejido dentro de la cavidad ocular izquierda.

La experiencia resultó ser agotadora para la familia. Se encontraban en circunstancias mejores, ya que obtuvieron residencia legal en Estados Unidos en 1988, se mudaron a una casa de alquiler e Ismael obtuvo un trabajo más seguro. Pero les acechaba el miedo. Los tumores seguían creciendo y las operaciones no resultaban en mejoras duraderas.

Su médico trazó en 1995 los planes para la quinta cirugía, que sería la más ambiciosa de todas. Empezaría con una incisión más amplia en forma de C desde la frente hasta el cuello de Ana y con un estimulador eléctrico haría un esquema de los nervios de su rostro para reducir el riesgo de cortar uno de ellos. Si esto ocurriera, según explicó, su cara quedaría paralizada parcialmente.

En preparación para la operación, se le hizo a Ana una máscara que ayudaría a minimizar la hinchazón post quirúrgica. A Ismael y Margarita les preocupaba que la operación perjudicara a su hija o que muriera. Ella tenía 14 años y estaba a punto de comenzar la escuela secundaria. Salieron ese día del hospital y nunca regresaron. A medida que Ana entraba en la adolescencia, los tumores habían crecido más rápidamente que antes y cubrieron el lado izquierdo de su cara. Entre las páginas del álbum de retratos de la familia, no se encuentra ninguna foto de ella de esa época. Ya no estaba la niñita cuya sonrisa a duras penas contenía su felicidad.

Ella trató de explicarlo a sí misma. Tal vez en otra vida lo había pasado mejor y este era el precio que debía pagar. O tal vez esta vida era una prueba, de manera que cuando fuera al Cielo ella sería premiada por su calvario en la Tierra.

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Todos en su escuela secundaria conocían a Ana. Algunos pensaban que tenía elefantiasis, otros pensaban que había sufrido quemaduras. Hubo quien creía que su padre trabajaba en las cosechas y que su enfermedad era la consecuencia de los pesticidas con los que trabajaba. Pero nadie sabía en realidad. Nadie preguntaba y ella no hablaba de eso. No hacía falta. Había asistido a la escuela con los mismos amigos desde su niñez y estos ya la habían aceptado.

Ella iba a juegos de fútbol americano y de balompié. Trabajó en una carroza del desfile de bienvenida de regreso a la escuela. Disfrutó de su clase de arte y formó parte del Club Francés por los chocolates y las actividades de recaudación de fondos. Sus maestros se hacían a veces de la vista larga por creer que ella tenía pendiente asuntos más importantes que leer “La Isla del Tesoro”.

Se graduó en 1999. Sus amigos se casaron y tuvieron hijos. El Senior Circle, un lugar de reunión en el recinto escolar protegido del sol por sicomoros y fresnos, quedó en el olvido y el anuario escolar de Ana, con la foto para la que posó en ese día tan y tan frío, quedó en una repisa de su recámara, desvaneciéndose lentamente el sentido que tenían sus inscripciones para ella:

Haz todas las cosas que quieres hacer cuando las quieras hacer. . . . no dejes que nadie te desanime.

Tendrás gran éxito en lo que sea que te propongas. Gracias por ser siempre tan hermosa.

Bueno, este año fue divertido pelear contigo en P.E. [la clase de Instrucción Física]. Eres una de las personas más simpáticas que he conocido y no cambies.

Ana se matriculó en el colegio universitario local y se ofendió cuando la administración trató de asignarle clases para estudiantes con incapacidades de aprendizaje. Pero se desmayó una mañana cuando se preparaba para ir a clases. Su perro la encontró en el piso. Ella decidió que sería mejor esperar antes de ir a la universidad.

Su primo Lalo se le acercó un día y le preguntó, “¿Tu cara se está poniendo peor?”

“Sí”, respondió.

Ya los tumores habían dejado sin la definición de costumbre el lado izquierdo de su cara, cubriendo bajo un panorama de hoyuelos y arrugas colgantes lo que en otrora serían los contornos del ojo, el puente de la nariz, la esquina de la boca. Ella ya no quería salir. Se pasaba las horas frente a la computadora. Conoció a un muchacho por Internet y comenzaron a charlar regularmente por computadora hasta que un día llegó a visitarla y se quejó de que ella tomaba demasiado. Ana lo dejó.

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Su mamá le pidió a sus primos que la sacaran a pasear. A veces iban al parque o a McDonald’s, pero la gente se quedaban mirándola. Ella trataba de ser educada y simplemente se alejaba. Pero le era difícil.

“¿Por qué no toman una foto?” les comentó bruscamente. “Durará más tiempo”.

Una vez una niñita de su propia familia comenzó a llorar cuando vio a Ana. En otra oportunidad, cuando ella y su mamá fueron a reciclar unas latas, dos extraños se le acercaron y la abrazaron.

“Dios te bendiga”, le dijeron.

Ella trató de conseguir un trabajo en el Hometown Buffet local, en McDonald’s, y hasta en la planta de papas donde trabajaba su mamá. Pero los administradores ni siquiera se molestaron en llamarla.

Las parrandas con sus primos se convirtieron en su pasatiempo favorito. Los zombis eran su trago preferido. Hacían viajes de improviso al Casino Morongo en Cabazon. Madrugaban bailando y tomando.

Después del 9/11, ella empezó a pensar en las personas que estuvieron en esos vuelos y en las que por suerte no habían llegado a subir a esos aeroplanos. Se dio cuenta de que su vida, como las de ellos, era una lección de la volubilidad del destino.

La mayoría de nosotros crecemos creyendo que el mundo se nos abrirá y que encontraremos nuestro lugar: un hogar, el amor, un propósito fijo y trabajo. Nunca fue tan simple para Ana.

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¿Cómo creas una vida cuando dependes tanto de los demás y esto por tan sólo como luces?

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Casi 20 parientes se habían reunido en el parque. Hacía calor en ese día de agosto de 2005. Pero había sombra sobre las mesas de meriendas. Fran Vigil pensó quedarse sólo el tiempo suficiente para dejar un vestido que había llevado para la cumpleañera, disfrutar de un plato de comida y tal vez probar el pastel. La enfermera jubilada trabajaba en una agencia local de ayuda a las familias que tienen bajo su cuidado a los hijos de sus parientes. Ella había ayudado a la tía de Ana, Teresa, con la patria potestad de su nieta de tres años, cuyo cumpleaños se celebraba ese día.

A la distancia, Fran vio por primera vez a Ana. La pena no hizo nada para atenuar su conmoción.

Se acercó a Teresa varios días después. “¿Quién era la muchacha con el tumor en la cara?” preguntó.

“La sobrina”, respondió.

“¿Crees que les gustaría recibir ayuda?”

Teresa titubeó. Hubieron algunas cirugías, pero la familia se había dado por vencida. Sin embargo, ella les iba a preguntar.

Ana sintió sospecha cuando escuchó que una extraña quería ayudarla. La familia no tenía dinero y, además, las operaciones en Loma Linda no habían logrado nada. Aún así, Teresa les pidió una foto de la joven.

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Ana cogió una foto de ella con su ex pretendiente. Cortó el retrato para quitarlo a él y al día siguiente Teresa le entregó la fotografía a Fran.

Fran no estaba completamente segura de lo que haría con la misma. La llevó a casa y se la enseñó a su nieta y a sus amigos. “Quiero que vean esto”, les comentó. “Si ustedes creen que tienen de qué quejarse, entonces piensen en ella”.

Fue al consultorio de su médico en Hemet y cuando vio pasar por la recepción a algunos jóvenes con mandiles de laboratorio y placas con sus nombres, los detuvo.

“Quiero saber el nombre de la enfermedad que tenía el Hombre Elefante”.

“Neurofibromatosis”, contestó uno de ellos.

Ella lo apuntó.

Más tarde, una persona donde trabaja Fran le enseñó un artículo de revista acerca de una organización caritativa que ofrecía cirugía reconstructiva a las personas que no podían correr con los gastos. Fran escaneó la foto de Ana y la envió por correo electrónico.

“Hemos encontrado una jovencita con neurofibromatosis”, escribió “y nos preguntamos si de alguna forma podrían ayudarla”.

thomas.curwen@latimes.com

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