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Hermanos Unidos por la Suerte y Su Propio Empeño

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Por SONIA NAZARIO, Redactora del Los Angeles Times

José Enrique Oliva Rosa y José Luis Oliva Rosa son mellizos de 15 años de edad.

Su padre abandonó su hogar en Honduras antes de que nacieran. Su madre se marchó a Los Angeles a trabajar cuando tenían seis años. Por último, a una abuela ya no le alcanzaba el dinero para alimentarlos, así que fueron separados y empezaron a pasar de un pariente a otro.

Ambos se sentían infeliz.

Partieron juntos el 3 de junio de 1999 en busca de su madre. Aunque ella se había distanciado de ellos, tenían la esperanza de que los acogiera y les permitiera vivir con ella. Los jóvenes juraron no volver a separarse.

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Pero a los migrantes les resulta casi imposible atravesar todo lo largo de México sin separarse. Aún si son mellizos.

José Enrique y José Luis lo lograron por un tiempo.

Juntos se encaramaron en 20 trenes. Juntos se salvaron de un tiroteo entre dos pandilleros y agentes mexicanos de migración, o “la migra” como se les conoce. Juntos se creyeron el mito de que dormir sobre las vías del tren los protege de las serpientes, y casi lo pagaron con sus vidas.

“Me sentí muerto, ese tren estaba tan cerca”, recuerda José Enrique.

En el estado de Veracruz, unos narcotraficantes los encerraron en una casa, con la idea de que la madre de ellos pagaría su rescate. Los mellizos huyeron y los traficantes los persiguieron con pistolas de nueve milímetros. En Donají, los policías les apuntaron las pistolas al pecho y les exigieron dinero. Los gemelos se escaparon. Los policías dispararon sobre sus cabezas.

A pesar de sus esfuerzos, cuatro veces estuvieron separados.

En una ocasión, en Guatemala, mientras José Enrique mendigaba, perdió el rastro de José Luis. Más adelante se encontraron por casualidad. Luego en Tierra Blanca, México, mientras mendigaba José Luis, un policía persiguió a su hermano. Por pura suerte, se encontraron al día siguiente, en el techo de un tren carguero que salía del pueblo.

Más al norte, en San Luis Potosí, lograron huir de unos agentes de migración que les arrojaban piedras. José Luis ayudó a José Enrique escalar un muro. Cuando él mismo intentó trepar el muro, un agente de migración lo jaló de las piernas y lo hizo caer sobre vidrios rotos. Se cortó un brazo. Le tuvieron que dar 37 puntadas. Cuando la Cruz Roja lo dio de alta, caminó por las calles toda la noche en busca de su hermano.

Al día siguiente, los mellizos se volvieron a encontrar en las afueras del pueblo.

Finalmente, el 19 de julio de 1999, llegaron al Río Grande. Vadearon el río con el agua hasta el cuello. Los remolinos de agua se tragaron dos veces a José Luis. Lo salvó José Enrique en ambas ocasiones. Llamaron a Honduras desde un teléfono público en Hidalgo, Texas, con la esperanza de conseguir el teléfono de su madre. Un agente del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) los vio y desenfundó su pistola.

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Los niños se echaron a correr, pero en direcciones opuestas.

Después de 24 horas, José Enrique se dio cuenta de que la única manera de encontrar a su hermano sería entregarse a las autoridades, correr el riesgo de ser deportado y tener que repetir el viaje al Norte. Se acercó a un auto de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos y tocó en la ventanilla.

“¿Han visto a mi hermano?” preguntó.

Los agentes lo esposaron.

Cinco horas más tarde, José Luis llegó a la misma conclusión. Descalzo, con 40 espinas de cactos enterradas en su piel, se acercó a un agente.

“¿Ya agarraron a mi hermano?”

Al fin se volvieron a encontrar en un centro de detención del INS.

La madre los rechazó pero un juez de inmigración les dio permiso para quedarse en Estados Unidos por temor a que acabarían muertos si fueran devueltos a la calles de Honduras. Su abogado logró encontrar un hogar de familia que los acogiera en Michigan, donde ambos ahora viven.

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